el sol ilumina incondisional mis alas
las flores perfuman de nectar
los besos de naturaleza
la vida pasa de azucar a mar
los dias bailan con las libelulas
el efimero encuentro de la eternidad
abre despacio los ojos de quienes sueñan
Pez Paloma
...así es la cosa...
18.6.11
15.11.10
14.11.10
5.8.10
17.7.10
13.7.10
Naturaleza muerta
7.7.10
Rayuela, de mar a cielo
Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara
de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del
cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se
los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento
esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre
algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon
p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos mas roñosos
de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.
—Alors, mon p’tit voyou —canturreó la Maga—, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout...
—Yo también adoraba las peceras —dijo rememorativamente Gregorovius—.
Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En
Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces
era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario
maravilloso, y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un
poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme
como a un conejo por las orejas. No se puede imaginar el miedo, Lucía, el terror
de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me
acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de
la pelea que acababa de ocurrir en el bar, de las tormentas de marzo... Los peces
pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los
otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando...
Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando
obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás.
La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en
otra cosa.
—Quién sabe —dijo la Maga—. A mí me parece que los peces ya no quieren
salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.
Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con
un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez
habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta
un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que
bastaría seguir avanzando...
—Pero el amor también podría ser eso —dijo Gregorovius—. Qué maravilla
estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse
como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de
frotarnos la nariz contra algo desagradable. De la nariz como límite del mundo,
tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las
habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un
cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que
Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión
egipcia.
—¿Pascal? —dijo la Maga—. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta.
Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que
resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó
la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una
sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que
respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se
dividía en multitud de rombos violeta, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el
verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y
también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de
Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie
cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha
violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el
cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo
que las haya.
Capitulo 25, Rayuela de Julio Cortázar
de Adgalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del
cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se
los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento
esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre
algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Mon
p’tit voyou o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos mas roñosos
de la rue du Sommerard, o darle la mamadera a Rocamadour.
—Alors, mon p’tit voyou —canturreó la Maga—, la vie, qu’est-ce qu’on s’en fout...
—Yo también adoraba las peceras —dijo rememorativamente Gregorovius—.
Les perdí todo afecto cuando me inicié en las labores propias de mi sexo. En
Dubrovnik, un prostíbulo al que me llevó un marino danés que en ese entonces
era el amante de mi madre la de Odessa. A los pies de la cama había un acuario
maravilloso, y la cama también tenía algo de acuario con su colcha celeste un
poco irisada, que la gorda pelirroja apartó cuidadosamente antes de atraparme
como a un conejo por las orejas. No se puede imaginar el miedo, Lucía, el terror
de todo aquello. Estábamos tendidos de espaldas, uno al lado del otro, y ella me
acariciaba maquinalmente, yo tenía frío y ella me hablaba de cualquier cosa, de
la pelea que acababa de ocurrir en el bar, de las tormentas de marzo... Los peces
pasaban y pasaban, había uno, negro, un pez enorme, mucho más grande que los
otros. Pasaba y pasaba como su mano por mis piernas, subiendo, bajando...
Entonces hacer el amor era eso, un pez negro pasando y pasando
obstinadamente. Una imagen como cualquier otra, bastante cierta por lo demás.
La repetición al infinito de un ansia de fuga, de atravesar el cristal y entrar en
otra cosa.
—Quién sabe —dijo la Maga—. A mí me parece que los peces ya no quieren
salir de la pecera, casi nunca tocan el vidrio con la nariz.
Gregorovius pensó que en alguna parte Chestov había hablado de peceras con
un tabique móvil que en un momento dado podía sacarse sin que el pez
habituado al compartimiento se decidiera jamás a pasar al otro lado. Llegar hasta
un punto del agua, girar, volverse, sin saber que ya no hay obstáculo, que
bastaría seguir avanzando...
—Pero el amor también podría ser eso —dijo Gregorovius—. Qué maravilla
estar admirando a los peces en su pecera y de golpe verlos pasar al aire libre, irse
como palomas. Una esperanza idiota, claro. Todos retrocedemos por miedo de
frotarnos la nariz contra algo desagradable. De la nariz como límite del mundo,
tema de disertación. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un gato a no ensuciar en las
habitaciones? Técnica del frotado oportuno. ¿Usted sabe cómo se le enseña a un
cerdo a que no se coma la trufa? Un palo en la nariz, es horrible. Yo creo que
Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión
egipcia.
—¿Pascal? —dijo la Maga—. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta.
Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que
resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó
la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una
sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Había que
respirar profundamente y el violeta se deshacía, se iba por ahí como los peces, se
dividía en multitud de rombos violeta, los barriletes en los baldíos de Pocitos, el
verano en las playas, manchas violeta contra el sol y el sol se llamaba Ra y
también era egipcio como Pascal. Ya casi no le importaba el suspiro de
Gregorovius, después de Horacio poco podían importarle los suspiros de nadie
cuando hacía una pregunta, pero de todos modos siempre quedaba la mancha
violeta por un momento, ganas de llorar, algo que duraba el tiempo de sacudir el
cigarrillo con ese gesto que estropea irresistiblemente las alfombras, suponiendo
que las haya.
Capitulo 25, Rayuela de Julio Cortázar
2.7.10
Secuestro / Pain
Estas fotos fueron una realización en conjunto con Juanjo Bueno (JJB), fotógrafo juninense.
Tomadas en la Laguna de Gómez en nuestra ciudad.
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